
Una linda memoria que me quedó mientras estuve en León para mi intercambio, fue la de ir casi cada miércoles a comer pollo con mis nuevos amiguitos. La mejor parte de esto, aparte del medio pollo que te regalaban, era que te daban una bolsita llena de totopos que te duraba un buen rato; te los podías desayunar como chilaquiles al otro día. Esta tradición surgió, o más bien se me inculcó, durante mis primeras semanas en Guanajuato. Tuve la suerte de que un profesor hiciera una dinámica un poco no convencional durante su clase: puso en grupos de cuatro a los estudiantes para que respondieran algunas preguntas. Ahí conocí a los que serían mis compañeros y amigos durante el intercambio. Poco a poco me fui incluyendo a su grupo. No fue tan sencillo como esperaba porque estaba acostumbrado a otra dinámica para hacer amigos. Quizá tuvo que ver con que era la primera vez fuera de casa, en una ciudad donde no conocía a nadie y lejos de Ensenada. En fin, volvamos a los pollos. Hubo una ocasión en la que la dichosa bolsa de totopos salvó a unos amigos de dormir en la calle. Un año después del intercambio regresé a León para hacer un verano de investigación en compañía de dos amigos de la carrera. Llegaron a la ciudad sin tener dónde dormir. Yo sí conseguí lugar con una amiga mientras ella no estaba y estos tipos pensaron que podrían quedarse ahí también. Para mi fortuna, ya conocía a bastantes estudiantes de la zona y uno de ellos estaba planeando una fiesta para esa noche que llegamos, en el mismo edificio pero hasta arriba. Le dije a mis amigos, que no conocían a nadie, que agarraran la bolsa de totopos que sobró y la llevaron a la fiesta como buen gesto. Al inicio del party fue la única botana que hubo, por lo que fueron bien recibidos. Resulta que en ese departamento había un cuarto libre y este cuate se los ofreció para que se quedaran los dos meses. Tuvimos mucha suerte; ellos por encontrar lugar y yo por no tener que compartir el cuarto con otros dos.
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