
Hubo un tiempo poco antes de terminar la carrera en el que mis compañeritos y yo nos juntábamos en mi casa a cotorrear sin motivo alguno, quizá solo por el hecho de convivir. Como éramos estudiantes sin ingreso alguno (o con una modesta beca por parte de la uni), nos era complicado reunir la cantidad necesaria como para comprar bebidas de buena calidad y tomar como adultos responsables de su salud. Fue en esta temporada que un colega descubrió que en ciertos supermercados vendían la cerveza que pueden ver en la foto: una marca gringa desconocida por todos nosotros. El precio por un seis era de cuarenta pesos o dos dólares o menos de dos euros por lo que nos resultaba muy atractiva la idea de comprar y consumir estas chelas en grandes cantidades. Es obvio que no se podía esperar mucho de este producto pues casi casi lo estaban regalando en las tiendas. La verdad es que no sabían bien, tenían un leve sabor metálico desagradable al final del trago y que se acentuaba conforme la lata se calentaba. Nuestra idea era la de dejar que se enfriaran hasta casi congelarse en lo que nos tomábamos una caguama, así que cuando las abríamos no nos sabían tan mal. Un día mi padre descubrió que nos estábamos tomando estas cheves y se decepcionó de nosotros. Dijo que él prefería picharse la pisteada en lugar de que nos tomáramos eso. Y bueno, así fue durante un rato. Poco tiempo después ya no se encontraba este producto en los supermercados y fue así como murió esta breve pero linda tradición que compartí con los cuates poco antes de darle una pausa a mi vida en México.